Insua (Parte VI)
(...)
Notaba
cómo la espuma del mar ronroneaba en su nuca, en consecuencia de las olas que chocaban
contra las rocas. Debía de estar en algún acantilado, ya que aquel abismo le
sonaba. Aturdido, creyó distinguir una mano sujetándole la espalda, siendo el
único apoyo de un cuerpo sin un ápice de fuerza. Julio sentía que lo
acariciaban, que aquel beso era igual de infinito que el grandioso mar que se
abría paso ante él. Pero Helena ya lo había dejado caer.
La
serea le había engañado de la misma manera que al antiguo dueño del faro, le
embrujó exactamente como le advirtió Juanjo. Y en el segundo en que tendría que
haber pasado toda su vida ante él, todos sus logros, alegrías y tristezas,
aciertos y equivocaciones, odio y amor; todo eso fue tapado por un telón final
donde estaban dibujados sus ojos. Esos que provocan las tormentas.
Entonces
un rayo de luz iluminó su rostro del que goteaba sangre. En unos pocos segundos,
vio lo que realmente era magia.
Eclipsado,
logró diferenciar a lo lejos unas palabras siseadas que le resultaban
familiares. Era Juanjo, que con su ancestral plegaria estaba ahuyentando a la serea
que, no habiendo podido lanzar todo lo lejos que deseaba el cuerpo de Julio
hacia el precipicio, ya había perdido el control sobre el cielo. Mientras se
tapaba los oídos y gritaba con fuerza que sólo eran muñecos de trapo, intentaba
alejar de ella esos ruegos que la destrozaban por dentro. Posteriormente, desde
el saliente del acantilado donde permanecía herido, el joven reconoció los
ladridos de su mastín. Quiara, que corría con una fuerza increíble hacia la
serea, se abalanzó sobre ella cayendo ambos por el escarpado.
–¡Quiara!
–gritó conteniendo la respiración. Después, todo se nubló.
En
el hospital Virgen de Junqueira, en A Coruña, Julio descansaba conmocionado ante
todo lo que le había pasado en tan escaso tiempo. En una inmaculada habitación
con un modesto ventanuco, una costilla rota, unas cuantas magulladuras y la
mirada perdida, el joven no pudo contener por más tiempo las lágrimas. Quiara
había dado la vida por él, por salvarlo… Esa era la única magia que merecía la
pena en el mundo, una magia que se había precipitado al océano por su culpa.
Sentado
en una de las sillas contiguas a la cama donde hacía reposo, Juanjo le
observaba aún con las arcanas hierbas que utilizó para el ruego en las manos.
Supuso que había sido él quien lo había traído hasta el hospital.
–El
enfermero me dijo que hace un par de horas había intentado localizar a tus padres
y le había sido imposible –señaló con una tristeza torpemente ocultada–. Lo
siento.
Cada
enigmático obsequio que te da la vida, está envuelto en un papel de pequeños
detalles que jamás aprecias, hasta que abres la caja y compruebas que no hay
nada. Y cuando quieres recuperar el papel de regalo que antes habías arrugado y
rasgado, sin apenas llegar a ojearlo porque estabas ansioso por ver lo que
guardaba en su interior, te das cuenta de que has malgastado tu tiempo en
buscar un tesoro que no existe. Julio acababa de descubrir, demasiado tarde,
que la vida es un baúl de oro con monedas de madera dentro.
–¿Julio
Hernández? –preguntaba una vocecilla a continuación de haber tocado la puerta.
–¿Si?
–respondió ásperamente Juanjo, ya que sabía que Julio no lo iba a hacer.
–Chico,
si tanto te gusta saltar por acantilados, a la próxima vez procura ponerte un
paracaídas o algo, ¡que vaya susto nos hemos llevado! –Vociferó su padre que, junto
a su madre, se abalanzaron para abrazar a su hijo.
–Lo
sentimos mucho por tardar tanto, Julio, –se disculpaba su madre– pero es que
nos llamaron los de la policía marítima informándonos de que una patrullera
había rescatado a nuestro perro. ¡Ya le dije yo a tu padre que ponerle la placa
identificadora era buena idea! –sonreía la mujer con coba.
Julio
no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. La alegría de saber que todos
estaban bien le sobrepasaba.
Unos
ladridos que le eran conocidos resonaban por todo el pasillo. A gran velocidad,
Quiara entró al cuarto, dio un salto y se lanzó sobre su cama, lamiendo sus
heridas vendadas y moviendo la cola desbocadamente.
Entre
lágrimas, Julio comprendió quién componía su verdadero tesoro y su vida.
–Parece
que si no llega a ser por Quiara, el resbalón hubiese tenido peores
consecuencias ¿eh? Juanjo nos lo acaba de contar. Os vio a los dos jugar cerca
de los acantilados y… –resoplaba su padre.
–Sí,
la verdad es que fue una caída bastante aparatosa… –arqueó las cejas el joven,
deseando que no le preguntase más sobre lo ocurrido y cruzando una mirada de
complicidad con Juanjo.
–Por
cierto, la enfermera ha traído esto –el hombre puso un jarrón transparente con
un ramo de flores en la mesilla, que estaba junto a la cabecera de la cama.
El
chico se inclinó para olearlas y, cuando volvió a recostarse, estaba
completamente pálido: las flores olían al perfume de Helena.
–En
cuanto te recuperes, ven al faro alguna noche y te enseño unas plegarias, porque
viendo tu cara... creo que te van a venir muy bien –sonreía Juanjo malicioso en
ausencia de los padres, que se encontraban hablando con el médico– ¡pero esta
vez, acuérdate de tocar la puerta!
A
continuación, abrió la pequeña ventana, tiró las flores que había en el jarrón
y, en su lugar, puso las hierbas balsámicas que portaba. Antes de darse la
vuelta para perderse por el largo pasillo de la clínica, Juanjo le guiño un
ojo. En respuesta, Julio le ofreció la misma franca sonrisa que cuando se
toparon por primera vez.
–Gracias
–murmuraron al unísono.
(...)